DÍA 7: Novena a Nuestra Señora del Buen Viaje como “Iglesia Posta de Caminantes”

Madre enséñanos a ser un pueblo y una Iglesia hospitalaria y acogedora, a hacer honor a nuestra misión de ser la posta, el descanso, el refugio, el auxilio, el ánimo que anima a los caminantes.

(Mons. Jorge Vázquez, Homilía Fiestas Patronales 2018)

Propuesta de oración para cada día

Este esquema es solo una propuesta, que puede adaptarse según convenga las circunstancias. La novena tiene distintos temas, que están acompañados por una cita bíblica. Tiene dos momentos, uno personal o comunitario de preparación para meditar el tema, y un segundo momento celebrativo en el templo. La propuesta sería:

  • Primer momento de preparación
  1. Ponerse en presencia de Dios y Oración inicial a la Virgen del Buen Viaje
  2. Cita bíblica
  3. Reflexión y actualización del tema
  4. Preguntas para ir meditándolo en la propia vida personal y comunitariamente.
  • Segundo momento celebrativo
  1. Ponerse en la presencia de Dios y Oración a la Virgen del Buen Viaje
  2. Cada día puede tener una intención especial
  3. Acción de gracias por algún fruto de la meditación del día
  4. Se puede seguir con el rezo del rosario, o con Padrenuestro, Avemaría y Gloria
  5. Oración de conclusión a la Virgen del Buen Viaje

Día 7: Posta de caminantes como buscadores de Dios que reciben “como a Cristo” Mt. 25, 31-46

La posta de caminantes tiene el desafío de integrar un aspecto estático (la posta) y otro dinámico (los caminantes que pasan). Para los caminantes, tener un lugar que ofrezca cierta estabilidad, es una posibilidad de descanso y fortalecimiento para continuar su camino. Y si, además, eso que proporciona estabilidad es la experiencia de Dios, mucho más todavía. No es una simple parada de servicios. Después de tantas situaciones del camino y de tantas demandas del mundo, la posta puede ofrecer un espacio y un tiempo para volver a concentrarse en Dios y en su voluntad. Lo mejor y lo más grande que puede ofrecer la posta es la experiencia de una comunidad de Dios y de oración.
La regla de san Benito es un texto dirigido a hombres que buscan a Dios viviendo en comunidad. En el capítulo cuarto, propone el monasterio como un taller que tiene “instrumentos de buenas obras… para el arte espiritual”. La posta de caminantes también podría ser ese tipo de taller. Además, en la Regla también encontramos un capítulo dedicado a la acogida de los huéspedes (Cap 53). Se divide en dos partes. En la primera (vv 1-15), encontramos el fundamento bíblico y se describe el ritual de la acogida de los huéspedes. En la segunda (vv 16-24), lo que importa son las repercusiones que su acogida puede tener en el ámbito de la vida comunitaria. Benito piensa en los problemas concretos que el ejercicio de la hospitalidad plantea a los hermanos a fin de que la vida comunitaria no resulte perturbada en su normal desarrollo por la presencia, necesidades y exigencias de personas ajenas a la comunidad.
En la primera parte del capítulo se concentra en poder recibir “como a Cristo”. A todo el que se presente se lo ha de recibir de este modo, porque “era forastero, y me acogieron” (Mt. 25,35). Así de fuerte es la afirmación. Recibir a un peregrino, a alguien que está de camino por tierras extranjeras, y poder ver en él al mismo Cristo, es un profundo acto de fe. Porque eso es aplicable a todas las personas, y especialmente a los pobres porque en ellos se recibe a Cristo de un modo especial. La hospitalidad es, ante todo, un acto de fe en Cristo recibido en el huésped. El huésped es Cristo: Cristo recibido, servido con amor. No se trata solamente de proclamar que en todo ser humano habita Cristo, sino también el ejercicio de reconocerlo concretamente en cada uno que llega. Buscar a Cristo en el hermano, en todo el que me encuentre, y ejercitar con él un servicio de amor. Para el que recibe, el huésped es la oportunidad de poner en práctica los mandamientos del Señor. Este trabajo exige para sí mismo una atención incesante, un corazón y un espíritu sin división.
Pero no se trata de recibir indiscriminadamente a los huéspedes. No se trata de mundanizar la casa de Dios, sino de introducir en ella al que viene del mundo, librándolo de la carga mundana. Se recibe al que llega, aceptando lo que tiene de Dios, pero no incorporando lo que tenga de pecado y de mundo. Abrir la puerta para dejar entrar tiene la riqueza y el peligro del que llega. Porque también quien recibe tiene en su corazón riqueza y peligro en su humanidad. Y el ruido del mundo puede volver a su corazón. Por eso, antes de establecer un vínculo desde humanidades frágiles y pecadoras, se invita a rezar juntos y dar un saludo de paz (v. 4). De ese modo, el deseo del encuentro será entre personas regeneradas por Dios y que hacia él quieren orientar su vida. Pero la oración también invita a dar gracias a Dios por ese encuentro, mirándolo desde un aspecto providente. Dios ha querido encontrarnos. El punto de encuentro no debe ser el mundo, sino Dios. Y por eso, quien recibe no puede dejar de preguntarse lo que Dios quiere regalarle con esa presencia.
Así como la oración viene antes de la paz, también “la lectura de la Palabra de Dios” debe preceder a las “señales de humanidad” y atenciones que podemos ofrecerle (v. 9). Nuevamente se hace al huésped el honor de considerarlo más que un hombre de mundo, tratarlo como a un hombre espiritual y por eso le ofrece lo mejor de la vida del monje. Lo trata como a uno de los suyos y lo edifica con la Palabra de Dios. De ese modo, aun al huésped secular, se le presenta el misterio de Cristo escondido en él, como también su propia vocación de escuchar a Dios y responderle, a oír la Escritura y orar. Aún cuando el huésped no crea en sus posibilidades religiosas, se lo invita a realizarla.
A quien recibe se lo invita a mostrar humildad. Es una llamada a la conversión de toda posible soberbia, de considerarse más que los demás, aun cuando pueda pensarlo con buenas intenciones. Porque “toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia” (RB 7). Nada nos aleja más de Dios y los hermanos que la soberbia, por eso se lucha contra ella. Benito propone el ejercicio de la humildad. Y ésta sólo es posible haciendo actos en un cuerpo y alma que se abaja, imitando al Señor y teniendo sus mismos sentimientos: “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí mismo y tomó la condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente a la muerte, y una muerte en cruz” (Flp 2, 5-8). Si la tendencia natural del ser humano es a elevarse, la de Dios será abajarse. Dios nos ama, primero, aceptándonos como somos. Si podemos ser humildes con nuestra vida, también podremos serlo con la vida de los demás. Ese sentido de abajamiento es el que está a la base de los actos de humildad que propone: cabeza inclinada, el cuerpo postrado en tierra, adorar en el huésped a Cristo (v. 7).
En la segunda parte del capítulo la atención se pone en el cuidado de la casa, y del corazón del monje. Considera las repercusiones que el hospedaje puede provocar en la comunidad. El ser contemplativo no aleja a Benito en una abstracción alejada del mundo, sino al contrario, le permite conocerlo en mayor profundidad. Por eso se fija en los aspectos positivos y negativos del mundo fuera del monasterio. No demoniza ni canoniza. Por eso, se habla de acogida y separación. El espíritu de la regla nos invita a pensar en cuanto cuidamos el lugar que queremos sea de Dios. Si lo construimos con criterios evangélicos como anticipo del reino y si lo cuidamos del mundo. La preocupación es acoger al que viene del mundo sin dar lugar al mundo. La que acoge es una verdadera casa de Dios, y no debe perder nada de su carácter religioso por el hecho de la recepción. Lejos de ser el mundo el que haga entrar en ella su espíritu, es ella la que debe comunicar el Espíritu de Cristo a los que acoge. El hospedaje no puede asimilarse a la hospitalidad secular, o a las dinámicas hoteleras. Las conversaciones, aunque amistosas, deben buscarse dirigirlas hacia Dios.
Para participar de la casa de Dios, es necesaria la conversión y es parte de la invitación que se le hace al huésped. No se puede entrar y seguir con la misma vida del mundo. Por eso querer entrar requiere también de una decisión de cambio hacia Dios dejando la vida de pecado. No como un criterio selectivo, elitista o sectario, sino como la mejor propuesta para su vida y para que pueda vivir en plenitud. La propuesta de la casa de Dios es ofrecer un lugar y un tiempo donde pueda renunciar al pecado y vivir para él.
Los que viven en la posta, los monjes, son los buscadores de Dios. Ellos pueden vivir la bienaventuranza: “felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. La separación es vista en orden a un bien de crecimiento espiritual. Y de ese modo, también actúan sobre los hombres del mundo. La regla no habla de apostolado, en el sentido contemporáneo de la palabra, pero prescribe la edificación del huésped y viviendo la fe en presencia de los hombres es como el monje actúa sobre ellos. La hospitalidad monástica es, después de la vida en oración, el apostolado más específico. El monasterio abre sus puertas y en especial su corazón a todos aquellos hombres que buscan reencontrase con el Señor en un tiempo fuerte de oración y reflexión. De este modo, la hospitalidad genera un doble movimiento. El primero, hacia adentro. El huésped viene buscando una experiencia de la trascendencia de Dios a través del contacto con una comunidad de creyentes, y el monje encuentra al Señor en ese hombre que al visitarlo y al hacerle partícipe directa e indirectamente de sus penas y alegrías, motivará también su oración. El segundo movimiento es hacia afuera. El huésped regresará a su ambiente habitual, reconciliado con Dios y reafirmado en su camino. El monje a su vez se sentirá más encarnado y comprometido con las realidades de los hombres, superando así el orgullo del aislamiento y el egoísmo del desinterés, que siempre lo asechan.
La “posta” puede vivirse como una comunidad de creyentes que buscan a Dios y enseñan a buscarlo, en su corazón, en la presencia de los hermanos y de los que llegan. Una experiencia que se basa más en el trabajo de acciones espirituales que en los discursos, que busca más que persuadir, contagiar lo que vive. Una comunidad que puede compartir la experiencia de Dios en su vida y que quiere vivir en su presencia. Un tiempo y un lugar de Dios que impacte al mundo. Desde ese centro de irradiación comunitaria, todo el que llega puede experimentar la presencia del Señor, en él, en los otros, en el mundo. La conversión será así una consecuencia natural fruto de este encuentro, que invitará a los caminantes a que confirmen, fortalezcan o reorienten el camino de sus vidas hacia Dios.

Revisemos nuestro hospedaje como comunidad que busca y enseña a buscar a Dios

  • ¿Buscamos ser una comunidad de Dios y de oración? ¿Qué instrumentos tenemos para que crezca nuestra espiritualidad? ¿Cuidamos la posta para que se mantenga como casa de Dios?
  • ¿Vemos y tratamos al que llega “como a Cristo”? ¿Lo servimos con el amor que serviríamos al Señor? ¿Ayudamos al que llega a liberar de la carga del mundo? ¿Sabemos cuidarnos para no contagiarnos de esa mundanidad? ¿Rezamos antes de todo inicio de encuentro para que el Señor lo presida?
  • ¿Nos mostramos humildes y con gestos de humildad? ¿Me pregunto qué quiere regalarme Dios con el encuentro de esa persona que llega?
  • ¿Trato al que llega como un hombre espiritual, aun cuando él no lo haga? ¿Le ofrecemos la Palabra de Dios? ¿Buscamos colaborar con la edificación del que llega? ¿Lo invitamos a la conversión?
  • ¿Encuentran en nosotros hombres de oración que desean y buscan a Dios? ¿Enseñamos a buscarlo? ¿Las inquietudes que traen se transforman en nuestra oración?

Oración Día 7

Catedral de Morón

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